domingo, 28 de junio de 2015

"El afinador de habitaciones" de Celso Castro

"El afinador de habitaciones" de Celso Castro
(Editorial Libros del Silencio, 2010).
Estoy en la playa. Camino hacia la orilla de puntillas, la arena está ardiendo. De lado a lado, donde la lengua de las olas la compacta y refresca, se pasean batallones de bañistas. A veces la espuma les moja los pies. Los niños levantan efímeros castillos y cavan fosos que se llenan de agua... Todo esto viene a cuento para explicar la razón por la que abordé el afinador de habitaciones: para alejarme de la arena de lo convencional, que comenzaba a quemarme. Había visto una entrevista a Celso Castro (A Coruña, 1957), en la que afirmaba, entre otras cosas, que repasaba y pulía una y otra vez cada párrafo antes de darlo por definitivo. Me pareció tan insólito en los tiempos de twitter que me dije: un autor interesante para leer.

Al principio, tuve la misma reacción que al entrar dentro del agua: un poco de frío. Me chocó su peculiar ortografía, que prescinde del uso de mayúsculas y puntos al final de cada párrafo, también su sintaxis. Hasta que logré aclimatarme y entonces me zambullí de lleno en su lectura. Todo el mundo se ha dejado mecer por las olas cuando el mar está tranquilo; se dice coloquialmente “hacer el muerto”. La salinidad del agua ayuda. Uno queda como arropado por el manto de las olas, cierra los ojos y el sol se filtra a través de los párpados; es una oscuridad anaranjada, algo similar a lo que debe entrever el feto dentro del útero materno. La sensación de ingravidez es placentera. El rumor del agua te arrulla. Eso me ha pasado con este libro.

Pero, ¿de qué habla va el afinador de habitaciones? Dejo la incógnita del título sin despejar, aunque tengo la costumbre de desvelar bastantes detalles del argumento cuando comento un libro. En realidad, hay un primer relato que se titula “La cuervo”, donde me parece ver un precedente estilístico en Aparición del eterno femenino de Álvaro Pombo, que también he comentado aquí, y luego la novela propiamente dicha.

El protagonista y narrador es un adolescente del que no se desvela el nombre. Aficionado al coñac y a las puestas de sol, vive con su abuela y el fantasma de su madre. Frecuenta un bar llamado “La gaviota”, diserta sobre el mundo, derrocha poesía, desborda con sus cultismos (¿qué demonios significa “asíntota”?) y sobre todo, se enamora. El afinador de habitaciones se divide en tres libros, cada uno dedicado a una mujer, pero no centrado exclusivamente en ellas. Hay una cuarta presencia femenina que recorre los tres capítulos, la entrañable abuela del narrador, que revive su juventud vienesa escuchando los lieder de Schubert. La literatura, además del amor, es una protagonista más. En este caso los invitados son Nietzsche, Maiakowski, Daudet (sin gafas, tiene un incidente con una alfombra del que se pueden extraer valiosas lecciones) y Beckett (su falsa muerte). Todo fluye bien encajado. El narrador exhibe una ansiedad vital desbordante, una tremenda locuacidad, dispara hermosas metáforas, agudas reflexiones, coge bien fuerte al lector: ojo, no te escapes, no te distraigas que esto son ciento sesenta páginas, pero no sobra ni una coma. Y esa oralidad, que parece que más que leerlo te lo estén recitando con la boca pegada a la oreja, en un susurro, como el borracho que urde su monólogo sin respiro, te atrapa. Me repito, pero es verdad.

Sorprende que este libro, que inaugura una trilogía (vaya, en esto volvemos a la arena que quema), sea pasto de minorías y apenas se hable de él y de su autor. A mí me ha hecho disfrutar mucho, me ha recordado mi adolescencia, esa verborrea mental, esa ansiedad, todo lleno de presente, de dramatismo, de intenso enamoramiento, en fin, para qué seguir, si ya pasó.

Por mi parte, voy a digerirlo bien; incluso lo releeré un par de veces, que eso es lo bueno de la novela corta y me iré a por Astillas (astillas, lo de las mayúsculas es la costumbre), la segunda parte y Entre culebras y extraños (éste en la editorial Destino), que cierra la trilogía, en cuanto me sea posible. 

viernes, 12 de junio de 2015

"Aparición del eterno femenino contada por S.M. el Rey" de Álvaro Pombo

No hay ningún sentimiento que pueda yo sentir nunca del todo, la mayoría tengo que pensarlos. Y dejo de sentirlos al pensarlos. Porque pensar se puede fácilmente una cosa y la contraria. Lo que tiene de peor pensar es eso: que lo que no sales es de dudas.
Aparición del eterno femenino cuenta la historia de Jorge, alias Ceporro o como a él le gusta llamarse a sí mismo: el Rey. Ceporro y su primo el Chino tienen doce años. Viven con su abuela y reciben clases de gimnasia y boxeo por parte de don Rodolfo, que fue sparring de Uzcudun. De repente, su vida se ve trastocada con la llegada de su prima alemana Elke, huérfana de guerra y poco a poco abandonan la infancia para ingresar en el mundo adulto.

No es una novela típica. La voz narrativa que conduce el relato es la del propio Ceporro y desde el principio nos inunda (sin llegar a ahogarnos) su sintaxis imposible, sus laísmos, su jerga infantil, su pensamiento confuso, a veces inabordable y otras claro, divertido casi siempre. Ceporro narra tal y como habla (incluso yo diría como piensa) y esa oralidad es suficiente para conducir todo el relato. Además intercala en la narración de los hechos abundantes digresiones y su propia fantasía, como soldado alemán en el frente ruso, kamikaze al servicio del emperador de Japón o escalando el Everest.
Lo que no hago es hablar en línea recta. ¿Qué ventaja tiene que la recta sea la distancia más corta entre dos puntos? Yo lo que digo es bueno, ¿y qué? Igual la más corta es la peor y se acaba al final tardando más. 
Destacaría también toda una galería de secundarios, tratados bajo la amorosa mirada del protagonista, que como cualquier niño, carece de malicia. Don Rodolfo, para Ceporro un auténtico camarada, es en realidad un pobre diablo que malvive en una pensión a la que tiene que regresar corriendo para que no le cierren la puerta, sin trabajo declarado, aparte de instruir a los dos primos cada tarde en el arte del pugilato. La criada Belinda está enamorada de don Rodolfo, pero su amor parece que nunca va a materializarse. Es muy hermosa la escena en la que Ceporro descubre a su instructor y a la criada besándose y el pobre niño se interpone entre ambos, desconcertado porque no entiende nada. Las conversaciones entre la abuela y doña Blanca, en torno a la mesa camilla y las interminables vueltas, intercaladas con breves cabezadas, al mismo asunto durante días son otro de los momentos memorables.
Así que nadie habla por hablar. Pero hasta entonces siempre había creído que las cosas no las ves si no las hablas. Y que los sentimientos que se sienten en silencio no se sienten de verdad. Ahora veo que estaba equivocado y que se pueden ver y sentir todas las cosas aunque seas sordomudo y ciego encima. 
Paulino Uzcudun "El leñador vasco"
(Foto: boxeo1930.blogspot.com)
No podía faltar el maestro (apodado señor Rollo), que se afana por lograr que Ceporro recupere sus suspensos dándole clases particulares en verano. Al principio, el niño siente hacia él animadversión, pero al final, en una auténtica exhibición de nobleza, también lo acaba considerando un camarada, “un hombre de una pieza, que aguanta el tipo en la trinchera”.

Por tanto, los únicos malos en la infancia de Ceporro son el imaginario “enemigo”. Todos son socialmente igualados, como camaradas: la pobre huérfana, la criada, el insignificante maestro que no se atreve a rectificar a la abuela cuando le llama “don Rollo” y que merienda con voracidad los torreznos que Belinda y don Rodolfo le ofrecen a la tarde después de las clases.

Otro de los puntos fuertes, es la imagen del vencejo moribundo que Ceporro encuentra en la terraza de su casa, incapaz de retomar el vuelo. Es tan afortunada y poética que Pombo la retoma en varios momentos, hasta el final. Además de la imposible escalada al Everest, producto de la fantasía desbordante del protagonista o la velada pugilística, un apunte casi surrealista, que enfrenta a Ceporro y al Chino, con un palco presidido por la abuela y sus invitados, más interesados en el condumio que en el combate.

Una novela poco conocida que recomiendo por su vitalismo, su poesía y su original planteamiento. Para acabar, voy a añadir otra de las agudas reflexiones del Ceporro más filósofo, muy en relación con este mundo de las palabras:
Una palabra viene a ser como un agujero: se entra por la palabra y si se quiere no se sale y desde dentro se ve lo que haya fuera, como desde dentro de un agujero… Cada palabra está llena de palabras, al mismo tiempo que vacía para poder entrar más fácilmente.

miércoles, 3 de junio de 2015

"Ella, maldita alma" de Manuel Rivas

Foto: mercadolibre.com.ar

Hay libros a los que damos valor más allá de su contenido. Aunque una vez leídos sean relegados a la estantería de la que casi nunca vuelven a salir, como si cumplieran cadena perpetua, guardan dentro un fragmento de nuestra propia vida. O de nuestra alma.

Por eso cuando he recuperado este libro de cuentos de Manuel Rivas, ha venido a mí, como si hubiera mordido la magdalena de Proust, un aluvión de recuerdos. 

Me he visto transportado a la sala de espera de un hospital hace quince años. A la persona que hoy es mi esposa y madre de mis hijos le habían detectado un nódulo del tamaño de una pelota de golf alojado en su tiroides. Un nódulo sobre el que pesaban cancerosas sospechas. La resolución médica fue tajante: extirparlo y con urgencia. Fueron cuatro horas de intervención. Cuatro horas que pasé con el libro de Manuel Rivas entre mis manos, cuatro horas con el alma de mi mujer flotando a la deriva, planeando sobre aquellos trece cuentos que me daban consuelo.

Después de la operación un enfermero la condujo en camilla hasta una de las unidades del hospital. Ella permanecía intubada, todavía bajo los efectos de la anestesia. Estuvo varios días sin poder hablar, sin poder mover el cuello, con una hilera de grapas alrededor de su garganta y en ese lapso, me dediqué a leerle los cuentos de Manuel Rivas para entretenerla. Así que una parte de nosotros se quedó prendida definitivamente en ellos. Por eso, a pesar de que fue publicado en 1999, se merece una reseña o lo que quiera que sean estas líneas.

                                                      Manuel Rivas (foto extraída del blog Der Polingano.com)                                                      
Del escritor gallego me cautiva su lirismo, el cariz poético que toman todos sus relatos desde la primera línea. Para según qué temas, lo prefiero al realismo descarnado. Y por supuesto, ese universo propio, creado a partir de la mitología de su tierra natal, poblado de magia, naturaleza y anécdota. Está el misterio de la propia vida, está la confrontación de lo rural y lo urbano, está el impacto de la emigración en varias generaciones de gallegos y una intensa melancolía que como la lluvia fina e incesante que suele caer en el norte, lo impregna todo.

Y bueno, ahora tocaría hablar de estos relatos, unas breves pinceladas. Impresiones personales, más sobre lo sentido que sobre lo pensado. Porque creo que la prosa de Manuel Rivas llega antes al corazón que a la cabeza. En mi edición son trece títulos, hay una posterior (de 2011) a la que el autor añadió otros dos.

Según el autor, el nexo entre los cuentos del libro es "el alma", escondida en elementos cotidianos. El primero de los relatos, “La vieja reina alza el vuelo”, comienza con la hermosa imagen de un manzano en flor, en torno al cual rondan las abejas y va desgranando la historia de dos familias campesinas,  enemistadas por una antigua afrenta, y de dos amigos de la infancia, Chemín y Gandón, que al hacerse mayores dejan de hablarse como si ambos escuchasen a un tiempo un mandato ineludible surgido de las vísceras más recónditas de sus respectivas casas, pero llegado el umbral de la muerte se buscan.

En “La novia de Liberto” el protagonista es un muñeco de ventrílocuo que tiene la virtud de decir lo que otros solo se atreven a pensar. Parece humorístico a priori, pero tiene un final lleno de melancolía que me ha evocado a Juan Ramón Jiménez. El tercero y quizá el mejor, es el que da título al libro. Un sacerdote contempla las motas de polvo flotando al trasluz, que equipara al alma y esa meditación genera una historia tras otra, la suya propia, la de una mujer de su parroquia, Ana, por la que siente una atracción irresistible, la de su tío moribundo, la de una tabernera liberal con la que trabó amistad siendo párroco.

Enfrentarse a las historias de Manuel Rivas supone a veces desprenderse del argumento. Son tan solo palabras que se dejan arrastrar, como un barco a la deriva y no llevan a ningún sitio; no admiten conclusión, ni término, los relatos se van desarrollando, como las sucesivas capas que se apartan de una cebolla.

“La trayectoria del balón” parte como un cuento más clásico, con su dosis de misterio y un final sorpresivo, pero sin renunciar a ese regusto a saudade. “La barra de pan” tiene el bouquet de los cuentos para niños de antes, como el de “Juan y las alubias mágicas” o “La Lechera”, construido a partir de una anécdota que se cuenta en una taberna. Tiene un final muy hermoso, pura nostalgia y es de los más celebrados del libro.

“La rosa de piedra” es otro ejemplo de un relato que guarda más valor en sí por las microhistorias que contiene que por su trama, confusa como un sueño. Hay dos cuentos con un loro como protagonista, el primero con la emigración como contexto y el segundo yo lo veo una fábula de contenido político. “Jinetes en la tormenta” incluye una referencia a la canción de The Doors. Se desarrolla en un barco de pescadores, en peligro de ser engullido por el bravo mar del Norte y sus melancólicos habitantes. Uno de ellos distrae el tedio de alta mar pensando en su nueva guitarra eléctrica, a la que llamará “Sirena”. Es otro de mis favoritos.

                        
             Canción de The Doors que da título a uno de los cuentos de "Ella, maldita alma"

El cierre final con “O´Mero” es un resumen de todo lo que nos ha ofrecido Manuel Rivas en Ella, maldita alma: historias escondidas dentro de la propia historia, poesía, una intensa melancolía, una atmósfera mágica que atrapa y arrebata al lector de su propio mundo para caer en el universo del autor.